Todo pasó muy deprisa, el mundo se tiñó de carmesí y la mandíbula me crujió al apretarla mientras me híper ventilaba. Un instante de ira ciega y absurdamente homicida.
En dos zancadas me planté en mi habitación y un rápido vistazo me sirvió para encontrarla. Semi-enterrada por la ropa tirada en el suelo, brillaba por la luz del Sol como instándome a empuñarla y ejecutar mis crueles intenciones. No dudé un segundo y la recogí. Cálida pero refrescante, con las proporciones justas y el peso más que adecuado. Un cilindro de metal cromado, hueco por dentro, de unos
De vuelta al comedor, mi vecino se había refugiado en su habitáculo, "rata cobarde", pensé, "¡Rata cobarde!", rugí. Miré al Juanako a los ojos, esos ojos dispares de los que colgaban aquellas famosas ojeras, esos ojos que me miraban traicionando a la sonrisa que desfiguraba su rostro, esos ojos preñados de miedo y totalmente conscientes de lo que venía a continuación.
"¡No! ¡La vara de hierro no!", se contaba entre las otras muchas súplicas que rebotaban en mi conciencia. Estaba obcecado en causarle el máximo daño posible cansándome lo estrictamente necesario.
Me abalancé sobre él y comencé a descargar golpes. Primer en ambas espinillas, luego en los muslos con golpes transversales al cuadriceps, los huesos de la cadera me devolvieron quejidos huecos que acompañaban armoniosamente los gritos de dolor de mi victima. Castigué sus brazos, buscando los nudos nerviosos que marcan el inicio del tríceps para, finalmente, machacar su costillar con una andanada de golpes cada vez menos intensa. Cada descarga hacía que todo mi brazo en tensión vibrase al son del metal percutido, los dedos se me pusieron rígidos y los nudillos se tornaron de un blanco enfermizo. Notaba mi rostro iluminado por una sonrisa cruel y apretada mientras repetía una y otra, y otra, y otra vez: "¿Vas a dejar ya de dar por culo, ojera baldía?".
Tan rápido como empezó, todo terminó. Jimy, retorciéndose entre lamentos en el suelo, no se dignó a alzar la vista, consciente de su error. Yo volví a mi habitación, me senté en mi trono, enchufé un cigarro y disfruté de la paz que en ese momento reinaba en el piso.